Unos días después de haber sufrido el golpe más fuerte de mi vida, estaba ahí, frente a la cocina. Supuse que ya era tiempo de quitarme la culpa y permitirme volver a disfrutar de algo que me hace bien, como por ejemplo, cocinar.
Con mi mejor cara de "aquí no ha pasado nada", volví a amasar esas pizzas que tanto me gustan.
Compré vino e intenté generar un clima como el que no mucho tiempo atrás reinaba en mi vida.
Dormí a mi primera hija, que sólo tenía dos meses. Aún era madre de uno. Puse la mesa y serví mi manjar cubierto de queso derretido.
Charlamos, reímos y distrajimos como dos adultos que se aman y quieren seguir adelante pese a todo.
La botella se vaciaba al ritmo de nuestras palabras.
Hicimos una sobremesa cargada de anécdotas de padres primerizos.
Él me dijo que aproveche y me relaje. Que no siempre iba a poder disfrutar de la noche con un bebé bajo el mismo techo -debo admitir que tenía razón-.
Separé un toallón, el más mullido de todos. Agarré la espuma y las sales. Abrí la canilla de la bañera y me sumergí en un momento de placer acompañada de mi música preferida...
Me desperté en una ambulancia, rodeada de un médico, una enfermera y él con nuestro hijo en brazos. Estaba vestida, pero mojada. Sólo atiné a llorar sin entender qué pasaba.

UMS